En un terreno mal cuidado, al lado de nuestro jardín, se alzaba-muy recto hasta una docena de metros-un pino que había sido un hermoso árbol. Al verlo de lejos parecía todavía muy robusto. De cerca, uno se daba cuenta d que estaba muerto y que desde años atrás se mantenía erguido solo por el efecto de innumerables tallos de hiedra que lo asían en apretado abrazo desde la base hasta la cima.
Gracias a esos lazos parecía desafiar el paso del tiempo. Pero esta mañana el viento sopló con violentas ráfagas y ¡zas!... el árbol cayó de golpe, mostrando sus raíces muertas y arrastrando consigo su armadura de impotente hiedra.
¿No es ésta la imagen de muchas personas? Su apariencia exterior ilusiona a los demás y quizá a ellos mismos. Hacen frente a las dificultades de la vida con seguridad y, en plano moral, se conducen honradamente. Pero en ellos no circula ninguna savia viva; son el producto de cierta educación, de las tradiciones y las convenciones del ambiente en que viven; se mantienen en pie por la sola virtud de esas costumbres impuestas. Si cada uno de ellos examinara seriamente su vida, tendría que convenir: “Sí, parezco ser un hombre de bien, pero los principios sobre los cuales me fundo no tiene realidad para mi” Si las sacudidas llegan ser demasiado fueres, la endeble envoltura que los sostiene cede y cae con ellos. De todos modos, el árbol deberá desplomarse; habrá que dejar este mundo. Ante Dios, ¿Qué le ocurrirá al que no haya aceptado la única verdadera vida por la fe en Jesucristo, cuando aún era tiempo para ello.
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